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Foto:María Calderón 
Don Benja enpaquetando mientras los clientes esperan

“La dignidad no está en el monto de la propina”                                                            

“No establecer contacto visual o verbal puede afectar la moral y el sentido de pertenencia del empacador”.
 

María Calderón 

Para los empacadores, esos jóvenes y no tan jóvenes que con sus manos buscan llevar dinero a sus familias, la paga no figura en una nómina, sino que depende de la generosidad de los clientes. Con una sonrisa, a veces forzada, luchan contra la indiferencia, la prisa y, en ocasiones, la humillación de unas cuantas monedas mal arrojadas, a menudo sin un simple "gracias".

En este trabajo, cada compra es una lotería. Algunos clientes, con amabilidad y una sonrisa sincera, reconocen el esfuerzo con una propina. Sin embargo, para otros, el empacador es invisible; alguien que simplemente está ahí para hacer la tarea, sin merecer siquiera un "buen día" o un "gracias". A pesar de las dificultades, muchos de ellos se aferran a ese trabajo por ser su única opción.

Saben que cada peso cuenta y que la dignidad no está en el monto de la propina, sino en el esfuerzo que le ponen a su labor todos los días. Detrás de cada empacador hay una historia humana, una lucha silenciosa y un deseo por ser vistos y valorados por el simple acto de su trabajo.

Este es el caso de Benjamín Galdeán Sotelo, un hombre de 75 años que se ha convertido en una figura familiar en el S-Mart de Talamás. A pesar de haber buscado trabajo en otros lugares, la edad fue un obstáculo que le cerró varias puertas. Fue entonces, hace más de diez años, cuando se acercó al supermercado para preguntar si le daban la oportunidad de empacar. Desde entonces, ha encontrado en este trabajo no solo una forma de solventar sus gastos, sino también un lugar donde sentirse útil.

Todos lo conocen como Don Benja, pero para los jóvenes que trabajan a su lado es simplemente "el abuelo". Es una persona carismática, amable y noble, cuya calidez se desborda en cada conversación. Sus ojos, de un color azul, reflejan el esfuerzo de más de una década de trabajo, una labor que se hace más notable en su avanzada edad. Mide 1.68 centímetros, tiene la piel muy blanca, arrugada y manchada, como si fuera papel viejo. Debido al tono de su piel, las venas de sus párpados caídos y de sus manos son muy visibles.

Para Don Benja, su trabajo es un acto de amor y dedicación, incluso en los momentos más difíciles. Hoy, después de la reciente muerte de su esposa, este oficio se ha vuelto su único refugio, un espacio donde el dolor no puede alcanzarlo. Su rutina diaria, repetitiva pero reconfortante, le brinda un claro sentido de propósito. Mientras organiza, empaqueta productos y enseña a los nuevos compañeros, su mente encuentra un respiro.

Su historia como empacador comenzó cuando lo deportaron de Estados Unidos a la edad de 64 años. Después de una ardua búsqueda por encontrar trabajo, se topó con un conocido, que le dijo que en el S-Mart de Talamás estaban contratando empacadores. "Iba pasando por el estacionamiento de un OXXO cerca de mi casa cuando me topé con el ingeniero 'El 50'. Él era el gerente de ese Smart que iban a inaugurar por donde yo vivo.
 

“Me comentó que estaban abriendo una tienda nueva en la avenida Talamás Camandari y me preguntó si me interesaba trabajar como empacador, ya que no tenían personal para empacar el mandado de los clientes. Lo dudé mucho, porque estar parado casi ocho horas suena pesado, pero la necesidad era más grande, así que acepté. Me dijo que me presentara el lunes y que le dijera a la supervisora que iba de su parte”.
El gerente, a quien conocía desde hacía muchos años, le dijo a Don Benja que si bien la empresa no le pagaba, las propinas que daban los clientes eran muy buenas. Él lo dudó más, ya que para él era como pedir limosna. Aun así, se aventuró.

"El primer día que llegué al módulo de supervisoras sentí miedo. Por mi edad, pensaba que me iban a poner muchas trabas, pero a la vez me sentí seguro porque iba de parte del gerente de la tienda.

Cuando llegué, la jefa de las supervisoras me recibió muy bien y me dijo: "Señor, no crea que por tener los ojos de color lo vamos a tratar mejor o porque lo recomendó el ingeniero. Aquí todos somos iguales. Yo, como jefa de cajas, y usted, como empacador, somos iguales". "Muchas gracias", le respondí, "tampoco vengo a decir que por tener los ojos de color quiero ser más que ustedes. Yo quiero ser igual que cualquier persona". Después de eso, me hizo que comprara la gorra y el mandil".

Ese día fue cansado y triste para Don Benja. Con un tono de voz tembloroso, me platicó que varios clientes lo regañaron por empaquetar mal las cosas o porque no les quería dar más bolsas, además de haber estado más de ocho horas de pie.

"Yo tuve la culpa. La supervisora me había dicho que primero me tenían que capacitar, pero como necesitaba el dinero, dije que sí sabía. Sin embargo, considero que, independientemente de eso, los clientes no tienen por qué tratarte así. Entiendo que a veces nos equivoquemos, pero hay maneras de decir las cosas. Todo ese día me sentí inservible, como si no valiera nada por haber terminado trabajando ahí".

Después de ese día, Don Benja fue con su jefa para pedirle que lo capacitaran y así poder hacer su trabajo de manera adecuada. Ella le dijo que sí, pero que esperara una semana para que pudieran capacitar a todos, ya que muchos clientes se habían quejado de la forma en que les empacaban las compras.

"Mientras pasaba esa semana, yo me iba fijando en cómo mis compañeros empacaban el mandado de la gente. El problema es que a la gente nunca la tienes contenta: primero se quejaban porque echaban todo en una sola bolsa, y después porque echaban cada artículo en una bolsa diferente. La verdad es que la gente, sobre todo la del sur, es muy quejosa, pero no puedes llevarles la contraria, ya que lo primero que me dijo mi jefa es que el cliente siempre tiene la razón".

Llegó el día de la capacitación, y los primeros cinco empacadores, entre ellos Don Benja, subieron a la sala de juntas para ver cómo era que realizaban su trabajo. Él estaba muy nervioso, ya que sabía de antemano que lo iban a regañar por no hacer bien su trabajo.

"Estaba intranquilo. Pensé que por mis ojos de color me iban a perdonar que en una bolsa echara más de 300 pesos de mandado y en otra solo 60 pesos. Me regañaron y me dijeron que en cada bolsa debe ir un máximo de 180 pesos de mandado.

También me explicaron que la fruta se empaqueta aparte de los artículos pesados para que no se aplaste, sobre todo el plátano y el aguacate. Los artículos de limpieza y la carne van en bolsas separadas, nunca mezclados. El pan no necesita bolsa, y tampoco los galones de leche ni las cajas de cereal".

Fue entonces que se dio cuenta de que este trabajo no era pedir limosna, como él pensaba, sino un empleo como cualquier otro. Si bien no contaba con un contrato, igual estaba ofreciendo un servicio.

"Me di cuenta de que este trabajo no era solo llegar y empezar a echar el mandado a diestra y siniestra en la bolsa. Todo tiene que ir acomodado para que los artículos no se dañen. También tengo que usar el uniforme de forma correcta y llegar a la hora que establece la supervisora. Lo único que no me gustó es que el cliente siempre tiene la razón”.

A pesar de que ya estaba capacitado para empacar y hacer las cosas de manera correcta, la gente no lo veía de esa forma. Entre dientes, le decían que mejor se pusiera a pedir limosna, argumentando que era muy lento y que "afuera" solo era cuestión de estirar la mano.

"A veces, los comentarios de los clientes me ponían triste, y otras veces me enojaba tanto que les decía groserías. Sin embargo, eso me metió en problemas porque se quejaban de que yo les respondía. Por eso, las supervisoras me decían que no les hiciera caso, que así eran con todos los empleados, pero que también había gente buena".

Fue entonces que se dio cuenta de que la gente, en sí, es grosera con todo el mundo, no solo con los ancianos. Sin embargo, no por eso tienen derecho a desquitar sus frustraciones con ellos, mencionó.

"En una ocasión, me tocó intervenir cuando un borracho estaba acosando a una muchacha que trabajaba como empacadora conmigo. No se quería ir hasta que ella le diera su número. Fue entonces que le pregunté a mi supervisora si en este caso el cliente tenía la razón. Solo así un guardia fue a ver qué pasaba.

El borracho comenzó a decir que la joven le había empacado mal las cosas y que por eso estaba ahí. Cuando por fin se fue, se despidió con una grosería. No le pude responder, porque el guardia me dijo de inmediato que si él regresaba y se quejaba con el gerente, nos iban a correr a la joven y a mí también por metiche”.

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Foto:María Calderón 

Pero no todo es malo, ya que para Don Benja también hay gente que valora el esfuerzo de los empacadores y, sobre todo, no juzga y ve este trabajo como uno más.

"Sabemos que las propinas no son obligatorias ni tienen una cantidad específica, pero el simple hecho de que nos traten bien y nos agradezcan por el trabajo que hacemos dice mucho de las personas. Se entiende que a veces pagan con tarjeta o que no traen cambio, pero no se burlan; al contrario, a veces hasta nos dicen que agarremos un chocolate o un agua.

En una ocasión, me pareció un acto muy bajo cuando un señor pasó con su mandado y echó un botón en mi bote. De la manera más amable le dije que gracias, pero que se veía que él lo necesitaba más. Me di cuenta de que le dio pena, pero no por eso iba a permitir que me humillaran".

A pesar de ese suceso, y mientras miraba a la gente que estaba alrededor en el comedor del Smart cuando estábamos platicando, me dijo que no generalizaba a las personas, pero que si bien no tenían dinero, con un simple "gracias" era suficiente.

"Déjame decirte que, así como hay gente buena, también hay mala. Gracias a Dios, a veces se cruza en mi camino gente muy amable. En varias ocasiones, debido a que los clientes traen mucho mandado, me han dado propinas grandes. Una vez, una señora traía 15,000 pesos de mandado en cinco carritos y, por empacar todo eso, me dio 500 pesos. Nombre, me sentía valorado y feliz, y con los 300 que ya traía ese día, me llevé 800 pesos".

Externándome su dolor de piernas por estar sentado, me preguntó si podíamos seguir la charla de pie. Le dije que sí, y entonces me comentó que ahora, con la muerte de su esposa, le ha tomado aún más cariño a este trabajo.

"Cuando empecé a tomarle el ritmo a este trabajo, me gustó mucho. Y más aún porque, a pesar de los clientes groseros, me va bien. A veces no tanto, pero siempre me llevo algo a casa. Sé que no es un empleo ideal, no tengo seguro, pero es un trabajo honesto que ayuda a mucha gente, ya que, además de nosotros los viejos, hay muchos estudiantes.

Con la muerte de mi esposa, este trabajo se convirtió en mi refugio. Mis compañeros me han dado mucho apoyo; hacen que las tardes se me pasen volando y siempre se preocupan por cómo estoy.

Empacadores en horario laboral en la tarde
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Foto:Facebook
Don Benjamin a lado de su esposa, con quien duró más de 5 años de casado

Y déjame decirte algo. Este trabajo de empacador es muy satisfactorio, y al final del día te llevas experiencias, sean buenas o malas. Sin embargo, me gustaría que la gente lo viera como lo que es: un trabajo. Y que, independientemente de si tienen o no dinero para una propina, no sean groseros […]. Si algún día llegan a viejos o están estudiando y no les dan trabajo por eso, no dudo que esta sería su primera opción."

La entrevista con Don Benja concluye, pero su mensaje permanece. Un trabajo honesto, por simple que parezca, merece respeto. Más allá de la propina, lo que él realmente valora es ser tratado como una persona. Su historia es un recordatorio de que, a menudo, la verdadera dignidad no se mide en la cantidad de una propina, sino en los pequeños gestos de amabilidad y reconocimiento. A través de sus palabras, nos invita a mirar más allá de la prisa y a reconocer el valor de cada persona con la que nos cruzamos, ya sea en la caja de un supermercado o en cualquier otro lugar.

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